Daba igual cambiar las sábanas salpicadas de sangre. Nadie vendrá hoy, porque nadie viene nunca. La pierna aun estaba hinchada, era de esperarse. Las siluetas de Don Quijote y Sancho Panza aun estaban frescas sobre la piel marchita. El cielo estaba despejado. Hacía un día bonito para salir a pasear. Así lo hice. Dicen que los días de otoño son los más hermosos, pero para mí todos son iguales. El parque estaba casi vacío, algo inusual para un domingo. Me senté en el banquillo de la esquina de siempre y dejé que el paisaje triste inundara una vez más mis cansadas pupilas. Encendí el último cigarro que me quedaba. Repentinamente, comenzó a dolerme la pierna, con latidos lentos, tan agotados como yo. Retenía lo más que podía cada inhalada de humo, mientras observaba como las nubes del cielo apagaban con pereza la viveza de la naturaleza. Allí sentado deseé que Dios perdiera la cordura y que por esta vez la lluvia que estaba a punto de derrumbarse cayera desde el suelo. Cuando la lluvia apenas rozaba el pavimento, decidí marcharme. Ya a lo lejos, sentí la necesidad de mirar lo que dejaba y cerca de mi banquillo, en medio de aquel terrible aguacero, la sombrilla de un extraño apuntaba hacia el suelo.