Los ojos me arden. Como de costumbre. Siento que mi cabeza pesa mil toneladas. Es de esperarse. No sé cuanto tiempo llevo leyendo. Mi mente está cansada, fatigada. Quizás por eso en este preciso momento divaga. He perdido la cuenta de los días que le he sido fiel a esta rutina. Apenas amanece. No puedo darme el gusto de detenerme ahora. El examen para concretar mi segundo doctorado será en unos cuantos días. Falta poco, debo aguantar un poco más. Es el rosario que rezo a diario en mi cabeza. Dora no vino hoy. Tampoco vino ayer. Ni vendrá la semana próxima. Dora se marchó. Como todos hacen tarde o temprano. Pero su ausencia me la merezco. No pudo conformarse con el dispensador de alimentos automáticos. Nunca me perdonó el que no se me antojara acariciarla. No tengo derecho a quejarme, cuando esa es mi mejor especialidad. La de alejar a todo ser viviente que se me acerca. Para eso están los 3,362 ciber amigos que retengo. No les hago mucho caso, pero es bueno que permanezcan allí, en silencio, de referencia, por si acaso, por si algún día, nunca se sabe nada con certeza. Ojala Dora se la esté pasando de puta madre. Esa gata sí que sabía divertirse, sola, pero siempre a gusto.
Me duele la cabeza. A veces me arrebata la sensación de pensar que estoy desperdiciando mi vida. Como el autor del Eclesiastés, siento que llevo bastantes años intentando cazar al viento. Perdida en el laberinto que propuse construirme, recargado de tantas metas a largo, a corto plazo, por las que me obligo a olvidarme de todos y de todo. A veces me sofoco. Me confundo. Me compongo. Algún día todo lo que hago fluirá y mi vida cobrará algún sentido. Y no será el de buscar y repasar las glorias y los contratiempos del semestre para darle una explicación lógica a mi existencia. Esta pausa que me he tomado ha sido muy larga. Para luego las cavilaciones.
Me desconcentró el repentino bip de la contestadora. No saben cuánto me costó silenciar el timbre del teléfono. Era Eduardo, mi hermano, para avisarme de la boda de María Luisa y de la celebración del bautismo de mi nuevo sobrino. Tenía el calendario a la mano y me di a la tarea de separar las fechas. A decir verdad no sé para que me tomé la molestia, si hace años que mi vida social cometió suicidio. Tengo hambre. Hace días que no voy al supermercado. Ordenaré comida china. La comida china es mi preferida, pero esta decisión acarreara ciertas consecuencias. Al ser muy salada, implicará la ingestión de bastante agua, lo cual me obligará ir muchas veces al baño, lo que significa minutos desperdiciados de estudio. BASTA. Me sigue doliendo la cabeza. El infierno se ha acrecentado en mis ojos. Sera mejor tomar un descanso.
No puedo concebir que María Luisa se vaya a casar a estas alturas. La única del grupo que no creía en el matrimonio. Hace mucho tiempo que no le hablo. Años largos. La última vez que la vi fue en el funeral de su madre. Cuanto la extraño. No sabía cuanta falta me hacia hasta que me la nombraron. Al parecer estas cuatro paredes junto con la entrañable presencia de Dora no me fueron lo suficientes como en un principio imaginé. Tanto que nadé para terminar naufragando en la orilla. Qué más da. Espero que el novio sea simpático. En sus años de juventud María Luisa gozaba de la frescura que ofrece el buen humor. Aun sus carcajadas resuenan en mi memoria. Aquellos días en los que se podía presumir de adolescentes. Y qué rica era la adolescencia. Etapa gloriosa en que la juventud se desbordaba de la piel.
Todavía guardo el vestido que utilicé en la graduación. Cuando me mudé, mis padres se encargaron de empacarlo todo. Como si jamás fuera a volver. Y ciertamente jamás lo hice. Pero Eduardo dio por los dos. El decidió quedarse, en cambio mi corazón albergaba grandes sueños, a los que le debo mi prestigio y mi éxito. A pesar de su divorcio y su reciente viudez, es feliz. Yo lo sé. Es lo único que puedo asegurar en la vida. El vestido sigue guardando su hermosura. Para esta época es ridículamente anticuado, pero igual, hermoso. Me lo estoy probando. Increíble, aun me queda. Puedo escuchar la música que tocaba la banda esa noche, las risas, la multitud de abrazos, las interminables promesas de futuro y mi creciente guerra contra el fracaso.
Me deshice de mi oficio por un rato. Arreglé mi abundante cabellera negra. Coloreé lo que quedaba de mis vivaces ojos azules. Salí a la calle. Me estacioné en la licorería de la esquina. Cuando entré, las personas me miraban con extrañeza, como si estuviera a destiempo. No me importó. Recordé que era domingo, casi lunes. Compré el ron mas caro. Me dirigí a uno de los paradores que mejor vista tenia de la ciudad. El lugar estaba despejado. Me subí a la capota del auto y comencé a beber el ron que había comprado dos horas antes. Poco a poco el llanto se me fue aflojando. Lloré. Lloré mucho. Lloré como no había llorado antes. Lloré por mí. Lloré por mi miseria. Cuando no quise escuchar más el estruendo de mis lágrimas, encendí la radio. Por un rato escuché hablar a dos señores sobre política y después, a la señora que informaba el tránsito. Cambié la estación y me tumbé en el suelo a ver las estrellas que se ofrecían al naciente lunes, mientras me intoxicaba más de alcohol, de hastío, de soledad. A toda prisa la sangre me golpeaba libremente el cuerpo. Me quemaba. En la radio tocaban We are Young de la banda Fun y antes de perderme en el infinito, olvidé por primera vez que nadie vendría a llevarme a casa esa noche.