No sabes cuánto quisiera sentarme junto a tu cama. Tomarte de la mano y juntos suplicarle a Dios con fuerza. Yo creyendo, ingenuamente en secreto, que el simple toque de mi mano era capaz de sanarte.
La noche de tu muerte tuve un sueño extraño. Era una tarde hermosa, de esas en las que el sol no se cansa de iluminar el cielo. Yo estaba paseándome por el cementerio, declarando a viva voz las palabras del profeta Ezequiel, las mismas que en las noches de angustia repetíamos hasta quedarnos dormidos:
“La mano de Jehová vino sobre mí, y me llevó en el Espíritu de Jehová, y me puso en medio de un valle que estaba lleno de huesos. Y me hizo pasar cerca de ellos por todo en derredor; y he aquí que eran muchísimos sobre la faz del campo, y por cierto secos en gran manera. Y me dijo: Hijo de hombre, ¿vivirán estos huesos? Y dije: Señor Jehová, tú lo sabes. Me dijo entonces: Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd palabra de Jehová. Así ha dicho Jehová el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu en vosotros, y viviréis. Y pondré tendones sobre vosotros, y haré subir sobre vosotros carne, y os cubriré de piel, y pondré en vosotros espíritu, y viviréis; y sabréis que yo soy Jehová. Profeticé, pues, como me fue mandado; y hubo un ruido mientras yo profetizaba, y he aquí un temblor; y los huesos se juntaron cada hueso con su hueso. Y miré, y he aquí tendones sobre ellos, y la carne subió, y la piel cubrió por encima de ellos; pero no había en ellos espíritu. Y me dijo: Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: Así ha dicho Jehová el Señor: Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán. Y profeticé como me había mandado, y entró espíritu en ellos, y vivieron, y estuvieron sobre sus pies; un ejército grande en extremo. Me dijo luego: Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. He aquí, ellos dicen: Nuestros huesos se secaron, y pereció nuestra esperanza, y somos del todo destruidos. Por tanto, profetiza, y diles: Así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras sepulturas, y os traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando abra vuestros sepulcros, y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra; y sabréis que yo Jehová hablé, y lo hice, dice Jehová”.
Tres días más tarde tuve el valor de visitar tu tumba. El cielo de aquel día era diferente al de mi sueño. Habían anunciado tormenta. Mi mejor amigo se mantuvo alejado, dejándonos unos instantes a solas. Dirigí por unos segundos la mirada al cielo. Debía darme prisa, iba a comenzar a llover. A pesar del mal tiempo que se avecinaba, el centelleo de los relámpagos le daba un toque melancólico a la ocasión, hermoso en verdad. No quería despedirme y sentía el latido de la angustia acomodarse gustosamente en mi garganta. Cayeron las primeras lloviznas. Mentalmente comencé a repetir las palabras proféticas de mi sueño. A lo lejos, las montañas se empañaban con la espesura de una creciente neblina. Uno de los vigilantes insistía callado en que me diera prisa. En medio de aquel mar de tumbas, una rabia caprichosa se empeñaba en despedazar mis entrañas y yo amargamente esperaba que alguien se levantara y avivara mi fe.
No sabes cuánto quisiera estar junto a tu cama. Acariciar tu cuerpo desgastado y darte las buenas noches, con la certeza de que nos volveremos a ver mañana.
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