domingo, 3 de febrero de 2013

LOS MALAVENTURADOS NO LLORAN




Ella es como uno de los personajes de Tim Burton. Su pelo blanco y largo contrasta con las grandes ojeras negras que casi cubren su vieja cara. Todos los días se dirige al centro del pueblo a comprar pan y a visitar el correo. Esta mañana cuando entró a la casa, acomodó las cartas y el bolso de pan recién horneado en la mesita que hay en el balcón. Al verla, le ofrecí una taza de café con leche, pero no quiso. Simplemente se quedó sentada allí, sobre el sillón de mimbre, mirando quedamente el camino. Al rato pidió agua. Cuando le di la espalda para buscársela la oí decir lo de siempre: “no puedo creer que nunca más volveré a verlo”. Pretendí no haberla escuchado. Cuando volví con el vaso de agua ya se había ido. A la distancia la vi marchar cabizbaja, con su acostumbrado dolor a cuestas. A ella se le olvida a menudo que yo también soy su hija, pero no la culpo. ¡Carajo! Voy a llegar tarde de nuevo a la escuela. Me metí al baño de prisa y deje correr un poco el agua en lo que me desvestía. Ahora, bajo la ducha, cierro los ojos, con los dedos índices me tapo los oídos y sobre mi cabeza escucho caer el apacible aguacero que me ayuda a vivir con lo que ya no está.

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