jueves, 29 de septiembre de 2011

LA PERFORMERA





El olor a vainilla inundó la habitación del hotel, tan pronto el camarero me trajo la comida. Ordené unos panqueques y una taza de chocolate caliente con crema batida por teléfono. Estaba desarreglada y de ese modo no me gusta que me vea la gente. Pero tenía mucha hambre. También hacía mucho frío y no quería salir de allí, de la cama. Al dejar la bandeja sobre la mesa, el camarero me miró de soslayo. No me dio la cara. Al darle la propina, noté que los ojos se le inundaron de un espeso líquido transparente. Al colocar el dinero en su mano esquiva e intranquila se marchó, a prisa, sin mirar atrás. Pobrecito. No lo culpo. Siempre me confunden con algún paciente que sufre quien sabe de qué enfermedad terminal. Debo aceptar y acostumbrarme a la idea de que ahora ocurrirá con más frecuencia. Hace algunas horas mi estilista me rasuró la cabeza, porque mi escaso cabello no aguantaba ni un químico más. Tampoco tenía cejas y mi piel se encontraba pálida y enrojecida, debido a la decoloración que sufrió hace tres días. Y es que a diario me toca transformarme en muchos personajes y por supuesto, tengo que afrontar las consecuencias. Es mi trabajo. Lo mío siempre fue el teatro, la actuación. Tuve que innovar mi cuerpo a base de cirugías, no por vanidad, sino por cuestiones de trabajo, debido a que necesitaba urgentemente estilizarlo para que todos mis personajes lograran insertarse en la misma silueta. A decir verdad, quejarme sería un delito, llevo una gran vida, plagada de lujos, viajes, personalidades importantes. Sin embargo, situaciones como las que viví  esta tarde con el camarero son las que me hacen dudar, las que me asustan. Aunque después de aplicar el maquillaje todo queda olvidado, porque entonces una nueva vida emerge. El chocolate está muy amargo. Ya no me apetecen los panqueques. Debo empezar a prepararme. Hoy seré por un ratito Alejandra Guzmán en la convención de rockeras internacionales en el pueblito de Comala. Pero no deseo abandonar la cama, esta noche no. Ya está lloviendo de nuevo. El frío se volvió intenso y mi piel lo reciente. La semana pasada jugué a ser Rihanna en un festival playero y las quemaduras provocadas por el sol y luego por la decoloración hicieron estragos. El bronceador que me aplicaron era muy resistente pero más fuerte resultó su antídoto. Ya está muy oscuro afuera. Creo que lo más que me gusta de mi trabajo es sentarme en el espejo plagado de lucecitas, donde me aguardan en silencio y a la expectativa multitud de pinceles y colores. De un parpadeo a otro la magia surte efecto y me trasvisto. Llegué a esa conclusión esta mañana al bajarme del avión. Eché lo que sobró de los alimentos al zafacón. Me dirigí al espejo iluminado, toqué el reflejo de aquel rostro que a veces desconozco y me descubrió la nostalgia recordando la mirada distante del camarero. Debo decir que estos son los segundos más duros antes de cualquier espectáculo, porque apenas puedo distinguir con certeza donde comienzo yo y donde termina la máscara. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario