El se levanta temprano a colar el café. Ella se despierta justo cuando el
rico aroma empieza a asomarse por la habitación. Hace dos años que se mudaron a
las afueras del pueblo de Adjuntas. Ambos adoran su nueva casa, su nuevo estilo
de vida, las noches del frío intenso que caracterizan el lugar. Sin embargo, no pudieron evitar arrastrar con ellos las viejas costumbres. Como por ejemplo, la persistencia
de ella en negarse a leer los escritos de él. Ella trabaja en el banco y él es
maestro, aunque por vocación, escritor. Todas las mañanas, antes de salir a la
escuela, él le anota en el pizarrón de la nevera el título de la nueva entrada
de su blog. Ella, con la misma parsimonia de siempre, antes de abandonar la casa
para irse al banco, borra la notificación, reemplazando aquellas palabras con
el menú de la cena. A pesar de todo, él no se daba por vencido. En ocasiones la
interrumpía mientras veía sus programas favoritos con la declamación de una de sus
poesías o mezclaba alguno de sus relatos entre los informes que ella debía
entregar al día siguiente. Fueron muy pocas las ocasiones en las que sus
intentos rindieron fruto. Constantemente ella se quejaba de la extensión. Esa
era su excusa favorita, junto con el cansancio y sus recurrentes dolores de
cabeza. Hace tres meses él decidió no insistirle más. En el fondo quería saber
si ella extrañaría su mal hábito. En cambio, fue recompensado con indiferencia. A partir de ese momento la
distancia se fue acrecentando entre los dos. Lo único que compartían era el
café de la mañana. Después del trabajo ella llegaba a cocinar y él se perdía en
su mundillo de palabras infinitas. Hasta dejaron de hacerse el amor. Ni la fresca
brisa de las montañas avivaba las ganas de acurrucarse con la piel del otro. El
asumió la derrota de su matrimonio como una de las tantas excentricidades que
caracterizaban a los artistas. Por otro lado, ella decidió no pensar en el asunto. La
semana pasada él comenzó a negociar la publicación de su primer libro. Se
trasladó por unos cuantos días a la ruidosa capital. Ella no quiso acompañarlo.
El regresó del viaje ilusionado. Pensó que la ausencia la había vuelto más
hermosa. Ella mostraba felicidad por su triunfo. Esa noche, él intentó
acariciarla, pero ella apartó sus manos con dulzura y con disimulo juntó las
piernas. El estruendo de la lluvia que se estrellaba contra el techo de zinc les
sirvió para al fin quedarse dormidos. Al día siguiente lo llamaron de la
editorial y esa misma tarde partió nuevamente a la capital. Al despedirse él la
besó en la mejilla y nunca más volvió. Ella aceptó con el tiempo su partida.
Siguió viviendo en las afueras del pueblo de Adjuntas. Abandonó el trabajo en el banco para dedicarse a
la jardinería. Ahora todas las mañanas, la cafetera se enciende automáticamente y
como de costumbre ella se despierta justo cuando el aroma del café comienza a inundar
la habitación. Antes de salir a regar las plantas del jardín anota en el
pizarrón de la nevera lo que preparará de almuerzo y en las tardes de brisa
fresca ella siente la necesidad de encender el computador, para leer atentamente la
última entrada de aquel blog.
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